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Mesa siete

Por Manu Campi.

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Por Manu Campi | @manucampimaier

Bajó apurada los tres pisos y salió sin saludar al portero que barría la entrada del edificio de la calle Paraguay. Caminó hacia Canning. Un hombre con un maletín casi se la lleva por delante. Idiota, pensó mientras se daba vuelta para insultarlo, pero no dijo nada. Julián lo hubiese seguido y obligado a disculparse. Con él se sentía a salvo.

Desde el accidente no era el mismo. Lo acompañó en la sala de terapia intensiva del hospital de Madariaga, también con los trámites del seguro y las dos veces que declaró en el juzgado. Pero Julián ya era otro. Un aire infranqueable se fue metiendo entre ellos. Se convirtieron en parajes distintos. El silencio los fue desentendiendo, la distancia, callando, la pérdida, aturdiendo.

Los seis meses de rehabilitación borraron el gesto. Los ataques de ansiedad lo dejaron puertas adentro en la casa de sus padres en Haedo. Ella nunca fue bienvenida. A veces atendían el teléfono y fingían no escucharla, otras, ella no se animaba a decir palabra y cortaba antes de que atiendan. Era cuestión de esperar a que Julián se repusiera para volver a pensar en fugas y lunas de miel. La seña del departamento en Colegiales, el placard de sueños compartidos y las migas de las medialunas en la cama de los domingos a la hora de la siesta. Estaba todo ahí.

El tiempo acomodó la salud y las cosas. Julián volvió al estudio contable y a dar clases particulares de matemáticas. No la buscó nunca.

Él manejaba, se sentía responsable aún habiendo perdido el bazo y algo de sensibilidad en la mano derecha. A Paula la distancia le resultaba insoportable. La culpa cuando repasaba la escena en busca de la fracción de segundo en que sus manos por única vez no se entendieron la sacaba de quicio. El mate que no llegó nunca, el volantazo, la banquina, el auto dado vuelta, las ambulancias, el pasto húmedo sobre el pómulo derecho, Julián a unos metros buscando aire, tibio de sangre.

Prefirió no pensar más en aquello, no cargarse el gesto de angustia y siguió caminando un poco ansiosa, con la boca reseca, pero sin sed. Esquivó las baldosas flojas para no ensuciarse las sandalias rojas hasta que se detuvo frente a una vidriera con puerta de doble hoja y tres maniquíes por lado. El sol se escondía detrás de los edificios. Una blusa negra con lunares, estilo Hedy Lamarr, ocultaba apenas su reflejo. Aquella tarde no se cambió el vestido que hacía juego con las sandalias. Llevaba el pelo suelto por debajo de los hombros. La cara angular y lívida se apoyaba sobre el cuello delgado. Se tocó el hombro. La quijada de Julián en cada mordisco, el jean hinchado y la camisa arrugada en el piso, la hicieron caminar de nuevo. La brisa debajo del atardecer naranja le habría marcado los pezones de no llevar puesto el saquito de hilo negro.

Desde Araóz vio la ochava de Varela Varelita. Él prefería la mesa de la ventana que daba a Paraguay. No fumaba, pero pedía que dejaran el cenicero de Cinzano violeta. Por estética, o para presumir el cóctel del cual se jactan los falsos intelectuales, buscaba el barcito de barrio. A simple vista, a esa hora y en esa ventana, aparentaba ser un hombre instruido que dejaba caer el día sumergido en literatura decorativa. Pero no era intelectual, sino más bien un tipo de números jugando a conversar con grises artistas de paso. Paula siempre pensó que el bar era un cúmulo de apariencias en donde unos y otros se conocen mediante engaños.

Cruzó la avenida despacio y entró al bar aprovechando el vaivén que dejó en la puerta Eugenio, el mozo de siempre. Eligió una mesa del fondo, se sentó contra la pared de frente a la puerta y esperó. El olor a café, el barullo de la hora pico, el ir y venir de Eugenio, la mesa sin levantar con dos tazas vacías con un conito de anís, las caras comunes, los sacos con pitucones, bufandas cuadrillé y Julián sobre la ventana, de espaldas a la puerta, con una camisa a cuadros. Tardó algunos segundos en reconocerlo. Estaba más gordo, bien afeitado y no tenía ningún libro. Pensó en acercarse, taparle los ojos y hablarle al oído para que él finja no reconocerla, pero aquella era una complicidad perdida. A lo mejor salir y dar la vuelta manzana, hacerse la distraída, encontrarse con la mirada, dibujar una sonrisa y él, sorprendido, se levanta, sale a buscarla y en un abrazo le quita el frío. Salió con prisa para que no la vea. Caminó los tres giros a la izquierda, Charcas, Malabia y Paraguay. Cruzó los brazos tomando las solapas del saquito negro, levantó los hombros y hundió el mentón en el cuello. Los últimos metros antes de llegar a la ventana lo imaginó de frente y con los codos apoyados sobre la mesa. Se sorprendió cuando lo vio fumando con la mirada pesada, pérdida. Lo encontró pálido y culpó al frío. Estaba ahí, pero no era él. Inmóvil, notó lo bien que le quedaba el cigarrillo en la mano. Con la mirada puesta en el cortado, no la vio venir. El humo, la boca, la mueca de angustia y Eugenio alcanzando el cenicero. Paula se ahogó en un grito mudo, hacia adentro. Intentó una seña, pero no pudo mover los brazos. Sin poder acercarse a la ventana gimió un boceto de llanto. La desesperación de estar por fin tan cerca y no poder moverse fue cediendo hacia una suave calma. Ahora entendía sin miedo. Se le humedecieron los labios con un dejo de olor a clavel. El viento tiró al piso una de las sillas que estaban sobre la ochava. Julián levantó la vista y vio el árbol de otoño a través del vestido decolorado sin sangre. El golpe seco contra el parante del lado del acompañante le rompió el cuello antes de salir despedida del coche. De haber sido él, pensó, ella no estaría al otro lado de la ventana, tan muerta.

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Opinión

Gran Hermano: balance final del programa que resucitó a la TV argentina

El día después de la final.

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Por Tomás Viola

En una final que alcanzó picos de 31 puntos de rating y cosechó más de ocho millones de votos, Marcos Ginocchio fue elegido como el ganador de la décima edición de Gran Hermano Argentina. El segundo puesto fue para Nacho Castañares y el podio lo completó Julieta Poggio.

Hay varias razones que explican el éxito de esta edición de GH. La principal es la consecución de un logro que parecía inalcanzable para los formatos de la última década: la integración con las redes sociales y el universo de consumo digital, que desplazó a la TV de su protagonismo histórico en la agenda social y cultural.

En ese sentido GH logró un maridaje perfecto. El reality se consumió tanto por Twitter, Instagram, TikTok y las plataformas de streaming como por TV. Los nombres de los participantes y los diferentes hashtags asociados fueron tendencia desde el primer hasta el último día.

Una clave es que los participantes que salían de la casa eran elegidos por la gente a través del voto negativo. Así, el reality capitalizó al máximo uno de los fenómenos más notables de la era digital: el “hate”. Cada semana una nueva “cancelación”.

Los primeros pasos

Así, el primer mes de la competencia estuvo signado por la salida de la casa del grupo que se autodenominó “los monitos”: Holder, Martina y Juan fueron eyectados por el público, que condenó su juego calculador y agresivo. El único sobreviviente fue nada menos que Nacho. El joven de 19 años fue el que menos se hizo odiar y supo reconvertirse.

Lo cierto es que muchas veces Nacho fue a placa con otros participantes que contaban con un mayor rechazo popular, y poco a poco fue consolidando su chapa de candidato gracias a su carisma y sus virtudes para mantener una buena convivencia.

Es que, en esta edición de GH, las jugadas osadas, las traiciones y las maniobras para desestabilizar a un contrincante, fueron castigadas por el público.

Ese fue el caso de Coti y Cone, que luego de la “traición” de la correntina a sus supuestas amigas (Juli, Dani y Romina), fue el blanco predilecto del voto rechazo. Otro tanto sucedió con los falsos juramentos y los chismes de Tini, que le costaron su expulsión en dos ocasiones, una situación que arrastraría la salida de Maxi, su pareja.

Por su parte, Agustín, compadecido en un comienzo por ser víctima del bullying de sus compañeros, luego reveló sus miserias y el “humo” que rodeaba sus supuestos estratagemas. Solo resta destacar su incomprensible amistad con el bueno de Marcos.

Una bisagra en el juego

Hubo un punto de inflexión luego del regreso de cuatro jugadores (Agustín, Tora, Tini y Daniela), que se sumó al ingreso de dos nuevos (Ariel y Camila). Cargados con información del exterior, estos ingresos desestabilizaron los esquemas planteados hasta ese momento.

El risueño y optimista Ariel sacó de quicio a Alfa, el gran patriarca del certamen. La unión simbiótica entre Camila y Walter deterioró el vínculo de Alfa con buena parte de los participantes, en especial con Romina, y horadó su imagen hasta desembocar en su salida.

Daniela desencadenó con su regreso su tan esperada venganza que resultó en la salida de Coti y Cone pero también en la de Thiago, quien parecía un firme candidato a ganar, pero cuyas actitudes se fueron ganando el repudio, quizás desmedido, de una parte de la audiencia.

La entrada de la Tora, por su parte, fortaleció a Nacho y le dio una aliada que propulsó su derrotero hasta la final.

Más allá de las declaraciones de “tio facho” de Alfa, la conversación política se coló poco dentro y fuera de la casa, siendo la única excepción la de Romina, cuyo paso por la función pública fue combustible del odio desde una parte de la grieta. Así y todo, su generosidad y su nobleza la llevaron hasta las puertas de la final.

Aunque entre los tres finalistas se cataloga a Nacho como el más “estratega”, lo cierto es que Julieta Poggio fue protagonista de algunas de las mejores jugadas. Desde el “hashtag fuera malas vibras” que interpretó a la perfección el clima del exterior, hasta la que fue, quizás, la mejor jugada del certamen, el sorpresivo salvataje de Camila que condujo a la histórica placa Alfa vs Romina. Dicho esto, la joven también protagonizó la peor movida del ciclo: su fulminante a Camila fortaleció a la gemela y derivó en la salida de Daniela.

El premio mayor

El premio mayor finalmente fue para Marcos, el tipo tranquilo. Más de 6 millones de personas lo eligieron, y es evidente que se trata de una persona amable, atenta y humilde, muy apegada a su familia, que posee la extraordinaria virtud de elegir muy bien cuando hablar y cuando callarse.

El Argentino

Con un final a lo Truman Show, con el salteño emocionado soltando un “te quiero mucho” para “Big” antes de salir por la puerta, terminó uno de los ciclos más exitosos de la historia de la televisión argentina. Un fenómeno que expresó de lleno las contradicciones nacionales, la necesidad de evasión, la valoración de la honestidad y la amabilidad, y el asedio del “hate” y la grieta permanente.

Las opiniones expresadas en la presente nota de opinión y/o análisis son las de los autores. No pretenden reflejar las opiniones de El Argentino Diario o de sus integrantes. Las denominaciones empleadas en la misma y la forma en que aparecen presentados los datos que contiene no implican, de parte de El Argentino Diario juicio alguno sobre la información y/o datos y/o valoraciones aquí expuestas.

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