Reconfigura el tablero global: la paz entre saudíes y persas exhibe el rostro de China
China se ha convertido en garante de la paz entre Arabia Saudita e Irán, quienes habían cortado sus lazos diplomáticos hace siete años. El encuentro entre los ministros de relaciones exteriores saudita y persa celebrado en Beijing es parte de la reconfiguración global que se aceleró luego de la irrupción del conflicto en Europa Oriental, en el que Rusia puso un límite a la expansión neocolonial de la OTAN.
La República Popular China confirma su centralidad al convertirse en el garante de la paz entre Arabia Saudita y la República Islámica de Irán, países que se encontraban enfrentados desde hace décadas y que habían cortado sus lazos diplomáticos hace siete años.
El encuentro entre los ministros de relaciones exteriores saudita y persa celebrado en Beijing es parte de la reconfiguración global que se aceleró luego de la irrupción del conflicto en Europa Oriental, en el que la Federación Rusa asumió la responsabilidad de poner un límite a la expansión neocolonial de la OTAN.
La Operación Militar Especial de Moscú aceleró la multipolaridad que tanto preocupa a Estados Unidos porque amenaza con clausurar el orden unilateral que se impuso desde la implosión de la Unión Soviética en la década del ‘90 del siglo pasado. La reunión concertada el último 6 de abril por el consejero de Estado y ministro de Relaciones Exteriores chino, Qin Gang, viabilizó los acuerdos entre el ministro iraní Hosein Amir Abdolahian y su homólogo saudita, Faisal bin Farhan al Saud.
La iniciativa de Beijing tiene como objetivo lograr la estabilidad en una de las zonas más conflictivas del mundo, donde se desarrolla una guerra fratricida al interior de Yemen, en la que participan, de forma interpósita, saudíes y persas. En el sur de la península arábiga, los hutíes -colectivo chiita apoyados por Irán- derrocaron en 2016 al gobierno respaldado por los saudíes y se apoderaron de la capital, Saná, dando inicio a una guerra civil que continúa hasta el día de hoy.
Las tratativas impulsadas por el presidente Xi Jinping clausura décadas de hostilidades entre dos de las más grandes potencias de Medio Oriente, diferencias por tradiciones islámicas disímiles. De un lado, los persas con mayoría chiita y al sur los saudíes con preponderancia sunita y con un Producto Bruto Interno superior al persa, de alrededor de 500 mil millones de dólares.
El acuerdo supone la sustitución de Estados Unidos como mediador protagónico al tiempo que exhibe su declive en la capacidad para imponerse como potencia hegemónica capaz de liderar los grandes cambios a nivel global.
En la reunión en la que se comunicó el acuerdo ante la prensa internacional, el ministro de Relaciones Exteriores chino, Qin Gang, aseguró que “Beijing apoya a los países de Medio Oriente para que defiendan su independencia estratégica, se deshagan de la injerencia externa y mantengan el futuro de la región en sus propias manos”. Dichas palabras fueron recibidas con satisfacción por el mundo diplomático ligado al Sur Global, acostumbrado a que las mediaciones realizadas por Washington se conviertan en esquemas de subordinación.
La noticia fue recibida en Washington con preocupación. Históricamente Arabia Saudita cumplía en Medio Oriente el rol de garante de las políticas de Washington en la región al tiempo que se consolidaba como su principal socio comercial.
La caída de las ventas de petróleo saudí hacia Estados Unidos y el incremento de las importaciones de crudo por parte de China viabilizaron el acercamiento que hoy se expresa, incluso, en intercambios con monedas ajenas al dólar.
La inquietud de Washington motivó la presencia -en la misma semana de la firma del acuerdo en Beijing- de Bill Burns, director de la Agencia Central de Inteligencia de Estados Unidos, (CIA) en Riad. El mundo está cambiando y quienes detentaban el poder omnímodo están sobresaltados.
Los investigadores británicos Will Stronge y Kyle Lewis, ponen en escena un debate urgente: bajar las horas de trabajo para mejorar la calidad de vida.
La jornada laboral de ocho horas y de cinco días semanales ha sido una conquista de los y las trabajadoras. Esto que ahora nos parece natural, debemos enmarcarlo en una lucha colectiva que tuvo al frente a las organizaciones sindicales. En la historia de la clase trabajadora de occidente, los momentos de mayor peso de los sindicatos coincidieron con mejoras sustanciales en la vida de la población trabajadora. No es casualidad, entonces, que el discurso de la derecha descalifique y condene a los gremios, y sus acciones, cualquiera sea el reclamo.
El libro “Horas extras. Por qué necesitamos reducir la semana laboral”, de los investigadores británicos Will Stronge y Kyle Lewis, pone en escena un debate urgente: bajar las horas de trabajo para mejorar la calidad de vida. Si bien los datos y ejemplos que utilizan los autores corresponden a los países de occidente central, sirven para debatir sobre el trabajo a nivel local.
Existen infelices coincidencias entre los países periféricos, y los centrales: No hay un reconocimiento económico de las tareas de cuidado que desarrollan mayormente las mujeres, el sector asalariado pierde frente al capital cuando se habla de la distribución de ganancias de un país, las formas de contratación son cada vez más flexibles, y una franja de trabajadores desarrolla labores totalmente informales.
Además, el nivel de sindicalización, década tras década, disminuye. En este contexto tan desfavorecedor para el sector que vive de su fuerza de trabajo, parece superficial preguntarse por el tiempo laboral, pero no lo es.
Desde el nacimiento del capitalismo surgieron las luchas por el tiempo libre. Los investigadores destacan que en 1856, los canteros australianos, abocados a la construcción de la ciudad de Melbourne, fueron los primeros en plantear y lograr la reducción de la jornada laboral de diez a ocho horas.
Es que, como dice el texto, el tiempo es dinero: “Los trabajadores reciben un salario a cambio de cierta cantidad de tiempo, y durante ese tiempo remunerando los empleadores esperan la mayor productividad”. De esta manera, para los patrones el tiempo no es más que un costo, en la búsqueda de la rentabilidad máxima.
Es decir, que se oponen dos concepciones: el tiempo como cimiento de la libertad humana, y el tiempo como índice de ganancia. Este es el punto de partido del ensayo, y en sus poco más de cien páginas, argumenta con solidez sobre la necesidad de reducir las horas laborales.
Toma experiencias recientes de países que aplicaron la medida y expone los resultados de las encuestas de opinión pública que ven con muy buenos ojos una iniciativa de ese calibre, inclusive entre empresarios. A la capciosa pregunta: “¿Qué es lo que realmente se resuelve trabajando menos?”, Stronge y Lewis responden que lo correcto sería preguntarse: “¿Hay algo que no se resuelva trabajando menos?”.
Debatir las actuales formas de trabajo y sus condiciones es ineludible. El trabajo nos implica desde la juventud hasta el final de la vida. En nuestro país, comienza a darse la discusión y, a poco de las elecciones presidenciales, debería tomar mayor impulso.
En el Congreso Nacional hay tres proyectos que proponen bajar las establecidas 48 horas de trabajo semanales. Los diputados del Frente de Todos, Hugo Yasky y Claudia Ormaechea presentaron iniciativas en este sentido.
La primera propone disminuir a 40 las horas de trabajo por semana y la segunda a 36. En tanto, en el Senado, Mariano Recalde, integrante de la misma fuerza política, plantea quitarle un día a la semana de trabajo. Todos estos proyectos aún están pendientes, sin fecha de tratamiento.