Juan Pablo Castiñeira está detrás de su estación de trabajo y con 29 años al hombro, tiene la navaja y la tijera desde hace siete. Empezó, sin sospechar que terminaría de oficio peluquero y barbero, a buscar “una salida laboral acorde a sus necesidades”.
Siempre bien entendido, conoce de los pormenores y responsabilidades que el oficio conlleva y asegura que “no hay cortes difíciles, lo más complicado es la gente”.
La suerte loca con la que corrió de entrada la occidentalización del cuento propone, como de costumbre, que los grandes desarrollos socio culturales dispuestos en los manuales de escuela, se deben únicamente a una porción geográfica en donde el plato ya está servido, acabado, calentito y bien condimentado. Se reconoce, entonces, al espacio oriental como un sitio habitado por antiguos tipitos que cazaban, recolectaban y que ya no andaban de acá para allá, más alguna que otra cuestión que, a los hechos, no termina por decir gran cosa.
Así, todo pareciera ser una especie de guisado en donde aquellas civilizaciones son parte de un mismo menjunje en el cual los historiadores tienen una única cuchara de madera adornada a para la ocasión.
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“Este es un oficio digno, histórico”, dice mientras pone un poco de crema de afeitar sobre la barbilla de un cliente. “Este es un laburo que me dio autoestima, placer, amor por lo que hago y mucha, pero mucha disciplina”.
Con las tendencias en constante movimiento y una evolución permanente, este barbero, que espera a sus clientes en la calle Aráoz 1116 tras la marquesina de Don Giovanni –de Pablo Bagatoli–, atiende con la misma calma de todos los días.
Tan falso como que las pastas son italianas y la guitarra española, el origen del estilismo responde exclusivamente al pedazo de continente que suele estar –para despejar cualquier duda– al otro lado del Mediterráneo, puntualmente a la vera del bueno del Éufrates.
Si este jueves 25 es el día del peluquero, quienes sobresalieron cortando, peinando, tiñendo y coqueteando fueron los asirios, en calidad de imperio entre el siglo III y I a.C.
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Hombres y mujeres por igual que llevaban el cabello en forma de pirámides o suelto con bucles y rulos por debajo de los hombros. El pelo perfumado y teñido y, en el caso de los varones, barbas simétricas desde la quijada hasta el pecho, que indicaba posición social.
Tal es así que contaban con una enorme variedad de peines de todo tamaño y formato, navajas, cepillos y espejos. Dicha esta pequeña salvedad histórica y el clasismo que incurre hasta estos días, los peinados responden a cierto escalafón social desde aquellos tiempos.
Los antiguos griegos adoptaron entonces la misma modalidad que sus parientes lejanos para tomar severa distancia de los bárbaros que llevaban el pelo corto. El pelo se mostraba siempre brillante y perfumado; así describiendo a dioses y héroes alineados a dichos estándares.
El tono dorado se conseguía con el teñido mediante jabones y lejías alcalinas traídas de Fenicia, centro jabonero y cosmético del mundo antiguo. En cuanto al teñido temporal, se lograba espolvoreando polen amarillo sobre una mezcla de harina y polvillo de oro.
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En Esparta se obligaba a los jóvenes a llevarlo corto, mientras que los adultos podían llevarlo largo. De igual manera, entre los celtas el pelo largo indicaba distinción y el pelo corto era signo externo de servidumbre o castigo cuando el hombre de la bolsa no había aun nacido.
Juan Pablo es parte de la nueva generación de barberos, entiende perfectamente que un cliente busca a su cortador por “su impronta y por su manera de plasmar el estilo” sobre el corte solicitado.
Siente el “orgullo” de poder haberse afianzado en un rubro por momentos saturado y, en su momento, asociado con un estereotipo sexual al que estaban sujetos aquellos que buscan ser parte de uno de los oficios más antiguos de la mismísima humanidad.
Quiso la historia que sean romanos los verdaderos arquitectos de las posibilidades comerciales que ofrecen las vanidades. Allá por el 303 a.C. los propios griegos monopolizaron el arte y el negocio de la peluquería en Roma y así, uno de los primeros gremios de la historia, y el más poderoso de su tiempo, fue el de los peluqueros romanos.
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Impusieron el cabello oscuro en contra del tradicional pelo dorado y cónsules, senadores, matronas y damas de la vida social romana recurrían a todo tipo de tinturas para ennegrecer su cabellera. Ya durante el Renacimiento volvió a llevarse el cabello suelto y surgió la moda del “pelo visto”, llamado así porque asomaba por debajo de las tocas de las damas en forma de copetes ondulados.
Así, el tocado empezó a formar parte del peinado.Ya en tiempos modernos en Europa volvió a llevarse el pelo muy corto en los hombres mientras que las mujeres adoptaron el pelo largo recogido hasta, al menos los 60’s.
De cualquier manera y contra todo pronóstico, la invención de la juventud imperialista a manos de la sociedad de consumo sectorizo los salones de belleza para unos y para otras.
La concepción de libertinaje hacia hombres y mujeres que rompieran con el estereotipo, hicieron que los salones de belleza su propio sentido medieval.
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La atención en cuanto a la belleza supuso a la mujer como un objeto de contornos impolutos y la historia negra, en relación a la hegemonía, es bien conocida.
Sin embargo, no fue hasta el comienzo de la última década que el regreso de las barberías como espacio masculino libre de tapujos y metrosexualidades viera la luz para quienes se animaban a jugar sobre su propio estilo.
Así, Juampi, está para aquellos que dejan en el sillón sus vulnerabilidades, secretos, deseos, sueños, proyectos y entablan una relación de complicidad y ya sin proponer, entienden que quien atiende ya conoce de que se trata.
Si bien no podría haber sido posible sin el apoyo de su viejo, Pablo, no duda en agradecer a Tony Lamura, su maestro. A Juan Pablo y a quienes tienen el buen tino de plasmar una idea sobre algo de pelo desde tiempos remotos, feliz día.