Los investigadores británicos Will Stronge y Kyle Lewis, ponen en escena un debate urgente: bajar las horas de trabajo para mejorar la calidad de vida.
La jornada laboral de ocho horas y de cinco días semanales ha sido una conquista de los y las trabajadoras. Esto que ahora nos parece natural, debemos enmarcarlo en una lucha colectiva que tuvo al frente a las organizaciones sindicales. En la historia de la clase trabajadora de occidente, los momentos de mayor peso de los sindicatos coincidieron con mejoras sustanciales en la vida de la población trabajadora. No es casualidad, entonces, que el discurso de la derecha descalifique y condene a los gremios, y sus acciones, cualquiera sea el reclamo.
El libro “Horas extras. Por qué necesitamos reducir la semana laboral”, de los investigadores británicos Will Stronge y Kyle Lewis, pone en escena un debate urgente: bajar las horas de trabajo para mejorar la calidad de vida. Si bien los datos y ejemplos que utilizan los autores corresponden a los países de occidente central, sirven para debatir sobre el trabajo a nivel local.
Existen infelices coincidencias entre los países periféricos, y los centrales: No hay un reconocimiento económico de las tareas de cuidado que desarrollan mayormente las mujeres, el sector asalariado pierde frente al capital cuando se habla de la distribución de ganancias de un país, las formas de contratación son cada vez más flexibles, y una franja de trabajadores desarrolla labores totalmente informales.
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Además, el nivel de sindicalización, década tras década, disminuye. En este contexto tan desfavorecedor para el sector que vive de su fuerza de trabajo, parece superficial preguntarse por el tiempo laboral, pero no lo es.
Desde el nacimiento del capitalismo surgieron las luchas por el tiempo libre. Los investigadores destacan que en 1856, los canteros australianos, abocados a la construcción de la ciudad de Melbourne, fueron los primeros en plantear y lograr la reducción de la jornada laboral de diez a ocho horas.
Es que, como dice el texto, el tiempo es dinero: “Los trabajadores reciben un salario a cambio de cierta cantidad de tiempo, y durante ese tiempo remunerando los empleadores esperan la mayor productividad”. De esta manera, para los patrones el tiempo no es más que un costo, en la búsqueda de la rentabilidad máxima.
Es decir, que se oponen dos concepciones: el tiempo como cimiento de la libertad humana, y el tiempo como índice de ganancia. Este es el punto de partido del ensayo, y en sus poco más de cien páginas, argumenta con solidez sobre la necesidad de reducir las horas laborales.
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Toma experiencias recientes de países que aplicaron la medida y expone los resultados de las encuestas de opinión pública que ven con muy buenos ojos una iniciativa de ese calibre, inclusive entre empresarios. A la capciosa pregunta: “¿Qué es lo que realmente se resuelve trabajando menos?”, Stronge y Lewis responden que lo correcto sería preguntarse: “¿Hay algo que no se resuelva trabajando menos?”.
Debatir las actuales formas de trabajo y sus condiciones es ineludible. El trabajo nos implica desde la juventud hasta el final de la vida. En nuestro país, comienza a darse la discusión y, a poco de las elecciones presidenciales, debería tomar mayor impulso.
En el Congreso Nacional hay tres proyectos que proponen bajar las establecidas 48 horas de trabajo semanales. Los diputados del Frente de Todos, Hugo Yasky y Claudia Ormaechea presentaron iniciativas en este sentido.
La primera propone disminuir a 40 las horas de trabajo por semana y la segunda a 36. En tanto, en el Senado, Mariano Recalde, integrante de la misma fuerza política, plantea quitarle un día a la semana de trabajo. Todos estos proyectos aún están pendientes, sin fecha de tratamiento.
Una obra en tres actos, tres personajes en un café, un damero amplio, un lugar vacío, y al fondo una mesa pequeña, y sentados allí, Platón, Nietzsche y Perón.
Ne vous déplaise en dansant la Javanaise,nous nous aimions, le temps d’une chanson. (Serge Gainsbourg)
A lo/as compañero/as del café
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Me resulta aburridísimo tener que emprender la tarea de comentar por enésima vez lo poco que ocurre en la escena política argentina, la libertad y la justicia social, que el hombre sólo es libre en comunidad, que elige la libertad de estar con los demás.
Porque es tedioso redundar en lo mismo, continuar hablando de los discursos que no dicen nada, que giran sobre sí mismos sin voluntad alguna de llegar a las cosas, a los problemas ni a los fundamentos que los sostienen.
O, peor aún, detenerme a señalar los recurrentes discursos morales que perdonan solo a los que los profesan detentando la autoridad para juzgar a todos y cada uno de los denunciados sin necesidad de prueba alguna.
Es por esto, para darle algo de relieve a la chatura del discurso reinante, que decidí hacer una puesta en escena, similar al debate del domingo, pero propia, un debate sobre las cosas que yo estimo dignas de conversar, las que permanecen en el tiempo, las que siempre vuelven a brotar.
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Una obra en tres actos, tres personajes en un café, un damero amplio, un lugar vacío, y al fondo una mesa pequeña, y sentados allí, Platón, Nietzsche y Perón.
Primer acto, Platón.
Platón es el primero en tomar la palabra y decide contar una anécdota de cuando su maestro, Sócrates, se juntó con su amigo Fedón para charlar sobre la naturaleza del alma. El alma, digna de una meditación profunda, aparece inicialmente como eterna e infinita. Para explicarlo, Sócrates observa que en el mundo natural “todo nace de su contrario”, como el día de la noche, la noche del día, la primavera del invierno, etc., y de la misma manera, la vida nace de la muerte, y la muerte, de la vida.
De la misma manera, el alma no tiene fin, sino que reencarna eternamente, y es por eso que no aprendemos nada nuevo, sino que recordamos nuestro aprendizaje adquirido en vidas pasadas. En un tiempo, en donde todo es nuevo y efímero, el alma yace eterna. En el fondo, para Platón, no hay ninguna novedad, no hay nada nuevo, todo se repite, eternamente.
Nietzsche, segundo acto.
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Nietzsche, que nunca se llevó bien con Platón, toma la palabra, levanta la voz y asevera con aires de profundo convencimiento que la belleza es lo único que importa, y que la única manera de hacerla es ¡Aquí! ¡Ahora! Qué es esa belleza la que vuelve una y otra vez al mismo lugar, eternamente. Es esta su famosa fórmula, la más afirmativa de esta existencia, único resguardo frente al avance del nihilismo y el renunciamiento del ascetismo religioso; el eterno retorno del instante. Debemos vivir como si cada instante fuera a eternamente recurrir, volver a nosotros, en el mismo orden y sucesión. Eternamente regresar al instante presente como la única manera de vivir en la belleza y reivindicar esta vida y nada más.
Tercer acto, Perón.
Perón toma la palabra, celebra ambos discursos recién acontecidos y concluye que, frente a la insistencia de la necesidad de novedad, la novedad por la novedad misma, el imperativo del cambio, esa exigencia tan capitalista, tan fetichista, que todo debe cambiar, todo el tiempo; debemos pensar lo eterno, lo que no sabe cambiar.
La novedad se dice hoy en términos empresariales o científicos innovación, cada emprendimiento debe antes que nada ser innovador, innovar algo, cambiar. A este mandato tan actual, que siempre promete algo distinto, diverso, novedoso, oponerle un pensamiento de lo mismo, de aquello que no cambia, que permanece en el tiempo. En Platón, Perón recupera el alma del pueblo como el lugar de la idea, y en Nietzsche, la idea eterna de la vuelta.
La idea de soberanía, no hay que inventarla, se debe recuperar, la independencia, se debe reconquistar, y la justicia, siempre debe ser social. A partir de un ideal de nación se puede construir la coyuntura y la realidad efectiva, y, para eso está la doctrina, quizás mejor que novedad, sea actualización.
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