Nada vale nada, todo valor es relativo al lucro que genere o deje de generar, nada tiene valor ni sentido, mucho menos estas palabras que aquí os dedico.
Nada vale nada, todo valor es relativo al lucro que genere o deje de generar, nada tiene valor ni sentido, mucho menos estas palabras que aquí os dedico. No hace falta un análisis antropológico ni recurrir a las ya desvaloradas estadísticas de las ciencias sociales adaptadas al mejor postor, para ser consciente de que las cosas han perdido su valor, una vida no vale nada, la política no vale nada, una investidura institucional menos aún.
El filósofo alemán Martin Heidegger, y la fenomenología en general, tenía muy en claro el valor de las cosas (Dingen). Hete aquí (hic) la cuestión (sache). ¡A las cosas mismas! ¡Directo a las cosas! Son esos los gritos de guerra de la fenomenología, en medio del nihilismo tecno científico, el reino del objeto y el mandato del consumo.
¿Pero qué son las cosas? ¿A qué nos estamos refiriendo? Las cosas no son los objetos, son lo que se esconde detrás del objeto, lo que los objetos son antes de ser objetos, lo que ocultan. Para Heidegger la cosa encierra la clave de lo existente, en la cosa está implicada la totalidad de lo ente. Argumentaba que este fenómeno, la cosa, es cuatripartita, implica el entrecruzamiento de dos binomios la tierra y el cielo, los Dioses y los hombres, y en el medio, la cosa.
La cosa es lo que se disimula detrás de lo que vemos, es lo visible en sí mismo. Es decir que la cosa es la Idea, lo inteligible. Por el contrario, lo que conocemos a través de los sentidos falsea esa realidad, lo que vemos aquí bajo no es más que una sombra, una copia de la cosa en sí, una imitación de lo que realmente es. Las cosas no son lo que vemos, es lo invisible, lo esencial. Sin ir más lejos, Freud ve en la cosa aquello que no se puede decir en palabras, que es inalcanzable e incomunicable. Y Lacan, veía allí lo real.
Táctica y estrategia. ¿Qué es y cómo llegamos a la cosa? La cosa vendría a ser el qué de la cuestión, y la cuestión sería el cómo ¿Cómo se da lo que se da, como se da lo que aparece? La cosa es lo que aparece, y el aparecer es de lo que se trata. ¿Cómo nos aparece lo que aparece a nosotros? Hete allí (illic) la cuestión. Y lo que se juega allí, es nada menos que el sentido, la justificación de nuestra existencia, el por qué y para qué estamos acá. ¿De qué cosa se trata, de qué asunto?, ¿del asunto de quién? Son esas las consideraciones metafísicas de la fenomenología, pero en más profundidad aún, pues la metafísica culmina en el ser, cuando la fenomenología pretende abrir otros caminos ¡directo! a las cosas, como el amor, como la responsabilidad hacia el otro.
Ya no hablamos de las cosas, todo nuestro discurso es esclavo de una forma u otra de la habladuría del bullicio comunicacional. Ya no nos detenemos a pensar las cosas, a evocarlas. Porque las cosas son esas ideas que permanecen a través del tiempo y del espacio. Cosas como la verdad, la belleza y el bien. Y el asunto del que se trata es la manera de llegar a estas ideas, la manera de recordarlas, de hacerlas presente, como el amor, la solidaridad y la cooperación. La comunidad es el destino de todo nuestro accionar, todo lo que hacemos, lo hacemos por, para y a través del Otro. Es con él y a partir de ella, que podremos recordar de lo que realmente se trata, su origen y su destino, estar siendo en comunidad.
Hete ahí (Dasein) la cuestión. Quizás no seamos conscientes, pero todos nuestros actos, cada una de nuestras interacciones con el mundo son a partir y hacia el otro en y a través de la comunidad. Somos en tanto estamos con otros, en tanto nos comunicamos, nos acercamos entre nosotros. Este estar-siendo no es hacia la muerte, hacia el ser, sino que es más allá del ser, de otra manera, hacia el amor y el milagro. Allí está el sentido, no en el final (muerte), sino en lo que no tiene final, lo infinito. Lo que nunca lograremos entender, lo inexplicable está en el rostro del otro; lo que algunos llaman Dios, yo prefiero hablar del vecino, del compañero, del hijo.
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Para algunos un ruin y un estafador, para los soñadores un grande, para los pataduras un ejemplo a seguir. A sesenta años de su nacimiento, Carlos Henrique Raposo, el hombre que supo sentarse ancho en la mesa de los inmortales.
Casi diecisiete años sin público visitante esconden bajo la alfombra la problemática nacional que ostenta el fútbol masculino argentino. Una generación entera desconoce el sentido popular de este deporte. Cantarle al rival, tenerlo enfrente, disputar en la tribuna lo ocurre dentro del campo de juego se ha ido, si usted me aprieta un poco, para no volver.
Pero quien es uno para descular tamaño embrollo. Además, el asunto es atendido por sus propios dueños; severos oponentes que, lejos de tratar el tema, ponen al show business como única religión en tanto invalidan, adrede, la tarea de volver a sentir lo que alguna vez fue.
En estos diecisiete años, el periodismo deportivo mostró lo mismo de siempre. La sobrada y sórdida capacidad de mirar hacia otro lado que dejó en claro que el fútbol responde a la gloria de la familia mirando desde afuera, y a la violencia y el negocio jugando adentro.
Los estadios se han convrtido en transmisiones pagas sin alma y sin choripanes. Así, se ha esquivado a la violencia con una prestancia que abruma, una prolijidad que asombra y la gambeta exclusiva de los profesionales.
Entre el bulto de la escultura del Muñeco Gallardo, las colectas de Maratea, el panelismo Vignolo y toda la fantasía que propone el estofado como tal, hubo quien, en su momento y a su debido tiempo, entendió que había una oportunidad para mojarle la oreja a los poderosos.
Metro ochenta y seis. Delantero. Jugó en su Brasil natal, pero también tuvo su roce internacional en más de diez clubes repartidos entre México, Estados Unidos y Francia. Seis partidos oficiales en veintiséis años de carrera. Carlos Henrique Raposo, hijo de la favela y una madre alcohólica, tuvo como sello distintivo el complejo arte de nunca patear una pelota. Apodado “el Kaiser”, por su parecido con Beckenbauer, buscó en su hazaña deportiva lo que cualquier niño ve en este deporte: fama, dinero y mujeres hermosas.
La hegemonía comercial caló hondo en el Kaiser. ¿Por qué debía privarse, aquel niño sin condiciones futboleras, de la farsa que atraviesa al futbol masculino mundial? Además, alguien, alguna vez, tenía que poner un poco de saliva en la oreja de los grandes conglomerados.
Documentado como el “gran fraude de la historia del fútbol”, compartió fichajes con figuras como Rocha, Renato Gaúcho, Romario, Branco y Bebeto. Una vez, antes de debutar en un club, fingió una discusión con un aficionado rival para ser expulsado y no ser descubierto.
Fingía usar un teléfono en entrenamientos del Flamengo donde mantenía conversaciones ficticias con el fútbol inglés. Todo precioso hasta que un médico del club que había vivido en el Reino Unido, se dio cuenta de que no hablaba ni en inglés ni que el teléfono funcionaba.
Tal vez el verdadero héroe popular sea quien, ante la estructura corporativa que mueve el nefasto aparato de “la pelota”, se haya atrevido a ponerse de pie, gomera en mano. Hoy, a dos días de cumplir sesenta años, sigue sosteniendo lo mismo que sigue pasando: “Los clubes han engañado y engañan mucho a los futbolistas.
Alguno tenía que vengarse por todos ellos”. Se retiro como los grandes, sin tener que demostrar nada y así lo hizo. El fútbol nunca hará un homenaje en su nombre, no habrá estatuas, ni casacas estampadas con su apellido. Gracias por tirar la piedra, Kaiser. Que tenga usted un precioso cumpleaños.