Por Manu Campi | @manucampimaier
—Morabito —dijo en seco mientras apoyaba el baúl en el suelo delante del mostrador. Un mozalbete que no llegaba a los veinte años, vestido de impoluto prefecto, lo miró fijamente y, con voz socarrona e impaciente, volvió a pedir por su nombre.
—¿O acaso es ese su nombre?
Antonio Morabito sacó una libreta prácticamente ilegible del bolsillo interno de un saco ya ancho, ya famélico, de treinta y ocho días dentro de ese hotel de mala muerte que, a fuerza de vapor, cruzó el Atlántico. Apoyó la libreta sin quitarle la vista a esa especie de mesa de entradas que recibían, buque a buque, las primeras oleadas italianas.
Al espectro visible que percibe el ojo humano, sobre su entorno más próximo, Antonio lo dominaba por completo. Firmaba sin prestar atención a la hoja; podía caminar kilómetros sin jamás pisar una baldosa floja o mierda; se vestía sin siquiera mirar las medias, o las camisas, y mucho menos al momento de anudarse la corbata.
Antonio Morabito, miraba siempre hacia adelante. Un amigo, un familiar cercano, o un compañero de las primeras pensiones de Balvanera, cree que le escucho decir en algún impreciso momento, así, como al pasar: “Es importante tener la boina bien puesta”. Sus escasos biógrafos se han perdido en el tiempo supusieron, en base a aquel y único dudoso testimonio, que aquel era un mínimo momento en el que Antonio reparaba en cercanas acciones.
La historia se encapricha con el calabrés de Vazzano, lo pierde de vista y de toda posibilidad cronológica. La oralidad ribereña encuentra en narradores alejados de los hechos un sinfín de supuestos.
Hay quienes lo ubican sobrino lejano de Errico Ferrer en la primera huelga de los panaderos; otros como mozo de una cantina del centro. Sin embargo, entre tantos esquivos históricos, como si su nombre estuviese hecho para no ser jamás nombrado o leído, hay una certeza: Antonio Morabito era arquero.
Su destreza con las manos lo estrechan con la masa de aquellas panaderías anarquistas de principios del siglo pasado; esa manera de mirar el mundo que lo alejaron de su propia periferia lo estrechan al ‘nueve’ en el área contraria sin jugar jamás ni con sus centrales, ni con sus laterales. En los archivos perdidos de la opinión pública, las voces vivas inmortalizaron su nombre sobre los tablones de madera del Club Ferrocarril Roca o Defensores Unidos, pero no se sabe.
Las mismas voces lo ponen bajo una parra en San Cristóbal dándole consejos un prematuro Amadeo Carrizo. Pudo estar en el mundial de Italia ’34 en el combinado amateur que presentó el país a causa de la histórica huelga del futbol profesional masculino, pero no fue así.
Si bien la efeméride respecto al día del arquero en argentina, corresponde al nacimiento del gran Amadeo –12.6–, la reflexión recoge el guante tribunero de figuras excluyentes bajo los tres palos, bastante tiempo atrás, sobre personajes como el entrañable Morabito, del cual se sabe muy poco, por no decir prácticamente nada. Y así como la bandera se enarboló un 27 de febrero de 1812, en Villa del Rosario y no un 20 de junio–, adjudicarle a los arqueros cualquier día, termine por resultar de lo más sensato.