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El 24 de marzo de 1976 en la memoria arraigada de la desolación

«Y espero hasta último momento para ver si regresan esos militantes a los que tanto admiraba. La espera, en este casi medio siglo, siempre se asemeja a una pesadilla reiterada».

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Por Jorge Elbaum

Yo era un adolescente que viajaba en el colectivo para entrar a las 12.30 al colegio Carlos Pellegrini.

En 1976 tenía 15 años y la velocidad de las palabras y las consignas me atravesaban como joven, como rebelde, como hijo de trabajadores que apostaban a la educación de sus hijos como su inversión vital más importante.

En mi secundaria los libros no eran sólo artefactos de cultura. Eran materiales de disputa, de debate, de “formación de cuadros”. La avidez por leer era un compromiso militante que iba de la mano de una construcción vital. De la necesidad de cambiar el mundo.

El golpe militar del 24 de marzo de 1976 me sorprendió en los rituales del enamoramiento adolescente y la sensación de ser parte de una mutación significativa: el mundo estaba revuelto y todas sus fallas de injusticia, carencias y sometimiento estaban siendo desafiadas por una generación a la que yo ingresaba como un pibe de barrio.

Los militantes que transitaban cuarto y quinto años eran pibes y pibas que yo escuchaba extasiado. Escuchaba sus voces en las asambleas y los reconocía como jóvenes que desafiaban –con un coraje inmenso– las reglas de juego de los preceptores, del colegio e incluso de los órganos represivos.

El inicio de las clases de 1976 fue oscuro. El miedo empezó a filtrarse por las alcantarillas. Los pupitres viejos, marcados de consignas políticas hechas a fuerza de tijeras y compases, empezaban a ser borroneados con tesón y apuro.

Los profesores y regentes que un año antes pasaban desapercibidos, casi cohibidos, por el empoderamiento de las agrupaciones estudiantiles, salían de sus tapaderas en versión de venganza. Nos advertían que “la política iba a desaparecer el colegio”, pero nosotrxs sólo entendíamos la palabra desaparecer en su acepción figurada. En su cuota de límite. En su pretendida ambigüedad de prohibición. Recién para fin de año o principios de 1977 la desaparición había adquirido su noción fantasmagórica de secuestro extraño a lo jurídico.

Pasaron los primeros meses posteriores al golpe y el miedo se construyó en la sombra interna y externa del colegio. Algunxs compañerxs de la Juventud Peronista quedaron escrachados porque venían militando a cara descubierta en el centro de estudiantes y terminaron siendo nombre de largas listas confeccionadas por las autoridades educativas. Para mitad de año había chicos y chicas que no venían más a clase. Los relatos eran contradictorios: que habían sido detenidos, que se habían ido del país…

Otros, entre los que me encontraba, cortamos nuestros nexos con determinados circuitos y visitas: ya no visitábamos otras escuelas para llevar revistas y abandonamos de un día para el otro el intercambio de fin de semana en las plazas y los barrios populares. Varios quemamos libros en la bañadera con la anuencia de padres. Otros sepultamos fascículos del Centro Editor de América Latina con la convicción de estar enterrando un tesoro.

Hubo algo semejante a la mudez. Pibes que eran extrovertidos pasaron al secretismo y después a la introspección. Chicas que lideraban los debates se había llamado a un mutismo espectral.

Cuando retrotraigo la mirada a ese hueco de terror cotidiano sólo recuerdo la sensación de dificultad para respirar. Tiempo después algo o alguien le puso nombre a ese síntoma y lo caratuló como angustia. Pero para mí era una indudable ausencia de oxígeno. Una puñalada de ahogo que se metía desde adentro hacia afuera, que inundaba el patio del colegio, que nos convertía de una vez y para siempre en los sujetos paranoicos que hoy seguimos –de alguna manera– siendo.

Es que todo parecía uniformarse. Las calles se habían convertido en espacios de miradas desconfiadas y de persecuciones. Los libros – que habían sido las plataformas de formación, debate y argumentación– se transformaron en dispositivos peligrosos. Se volvió al esquema de los manuales en los que un editor seleccionaba las secciones menos contaminadas de debate, cuestionamiento y espíritu crítico. Volvimos en 1976 a ser sujetos memorísticos en los que “estudiar” era sinónimo de refrendar lo que otros querían que repitiéramos. Todo se achicó de un año a otro: la perspectiva de los años anteriores nos lanzaba a ser protagonistas y lo que sobrevino al ‘76 nos empezó a señalar como amputados de un vuelo, como adolescentes reubicados en la obediencia y el silencio.

Me veo caminando por la calle Marcelo T. de Alvear a la salida del colegio y veo a esos pibes y pibas de mi edad como si se hubiesen convertido en víctimas. En condenados. Muchos caminan con la cabeza gacha. Sonríen apenas desde la comisura de los labios con un gesto atenuado. Con miedo a la carcajada. Con derrotas en las costillas.

Pasaron 46 años y logro divisar en esas biografías a los pibes que terminaron desapareciendo bajo las botas genocidas.

Muchas veces sueño con el sonido del timbre que anunciaba el ingreso a las aulas. Y espero hasta último momento para ver si regresan esos militantes a los que tanto admiraba. La espera, en este casi medio siglo, siempre se asemeja a una pesadilla reiterada.

¿Qué hubiesen querido ellxs, de cada uno de los que esperamos en la puerta, su regreso? Que sigamos su estela de signos, pasiones y asambleas interminables. Pero que nunca los abandonemos. Ni siquiera cuando el timbre se empecina en silenciar las conciencias.

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