Por Santiago González Casares @Filosofopueblo
A mi madre
A fortiori
Debo decir que esta columna me va a costar más de lo habitual, es decir, que de alguna manera toda columna, esto de compartir el alma de uno con Uds., me cuesta, me duele, me cansa; pero esta en particular, lo hace sobremanera. Es que vamos a hablar aquí del trabajo, y eso es algo que a través del tiempo he sabido burlar, o quizás, disfrazar. Siempre me pareció risueña esa idea justicialista de que hay un solo tipo de hombre, el que trabaja. Pensaba yo ¿y el que juega? ¿El que ríe? ¿El que vuela? ¿Esos no son hombres, no son mujeres? Con el tiempo, sin embargo, he ido aprendiendo, que Perón le está hablando al perezoso que hay en nosotros, al que juega, al que ríe, nos recuerda que debemos trabajar; que, para volar, hay que trabajar. En el fondo, volar o no, no depende de nosotros, pero trabajar para quizás llegar a hacerlo, eso sí, eso depende de nosotros. Entonces, mientras veo a una larva que hace minutos no estaba allí crecer de tamaño mientras se traga los pedazos de la comida de mi perro Diego, me dirijo a escribir, a escribirles, a trabajar. Y en esta ocasión, me toca hablar de aquello que me encuentro haciendo en este momento, compartir, labrar, arriesgar algo.
Marx distinguía entre dos tipos de trabajo, uno alienante, y el otro liberador. Lamentablemente, en tiempos de nihilismo como los que estamos viviendo, el trabajo alienante es el común denominador de la mayoría de las actividades que realizamos a diario. Esto se ha radicalizado en tiempos de Covid, el otro desaparece en el fondo de una pantalla y me encuentro nuevamente solo conmigo mismo. Sin el cuerpo, el otro desaparece, simplemente no está, no existe. Por ende, el trabajo no logra cumplir su mandato social, su función intrínseca. El trabajo liberador es aquel que produce hacia el bien de la comunidad, nos libera de nuestro pesar para transformar la tierra hacia el bien común. La labor viva, aquella que da al colectivo el fruto de su esfuerzo, escapa a la lógica del capital en todas sus formas (capitalismo, financiero, cibernético, algorítmico). Trabajar es hacer para el otro, hacer desde y hacia el nosotros. No hay nosotros en el capital, no hay nosotros en el trabajo alienante.
Trabajar solo tiene sentido dentro de una comunidad, es esa su función ética, debe forjar las costumbres. Entiendo que por ello se han puesto de moda nociones como tolerancia y empatía, que no son más que tibias definiciones que subestiman la importancia del otro, lo definitivo de su imposición. Es imposible tolerar al otro, lo que nos une es muy anterior. El otro es el abismo, lo que nunca termina de entenderse, de comprenderse. No se saben bien las intenciones del otro, es impredecible, siempre nos puede sorprender. Pretender tolerar al otro sería convertirlo en objeto, calcular su impacto sobre mi entendimiento, explicarlo, someterlo a mi deseo. Pero como decíamos recién, el otro es ingobernable, nunca se sabe con que nos puede venir. No solo que no puedo tolerarlo, porque por definición es intolerable, sino que mucho menos puedo empatizar con él, hete allí un gran problema, una originaria frustración, por mas que intente todo lo que intente, nunca puedo ponerme en el lugar del otro. Cuando se acerca alguien en desgracia y me pide algo para seguir, para salir de su estado actual, si bien puedo darle algo, nunca podría sentir su hambre, no puedo padecer su humillación. Puedo ayudarlo, pero jamás ponerme en su lugar. Ponerme en su lugar, pretender hacerlo, seria subestimar su humanidad, ignorar su infinitud. Si hay algo que puede llamarse Dios, es el otro, nunca se que va a hacer, nunca se que va a pasar. Esto es lo que requiere el verdadero trabajo, acercarme al otro, saltar el abismo que nos separa. La unidad de la comunidad es el resultado del trabajo conjunto desde la hermandad. Forjar lo común es la definición de trabajo. Son traicioneros los profetas del fin del trabajo, porque el fin del trabajo sería el fin de la humanidad.
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